EDITORIAL | Autor: Lic. José Luis Dranuta | 29-05-2020
Medioevo 2020
Como antes, como nunca
La mayorÃa de la gente no piensa en la muerte, o al menos, no piensa en su propia muerte. Es dañino para nuestro aparato bio-psico-social. Sin embargo, frente al hecho inexorable de la pandemia del COVID 19 solemos adoptar posiciones extremas: negamos el hecho y pensamos que mágicamente lo vamos a superar o pensamos que la catástrofe nos va a llevar a la tumba a todos. La realidad es que el hombre, desde épocas remotas, se enfrentó a pandemias de alta contagiosidad, circulación viral y afecciones sin solución que lo llevaron a la muerte. El escenario del Corona Virus es mucho menos letal que las epidemias anteriores y tal vez lo que más nos sorprenda es que esto siga sucediendo en el tercer milenio, el de las comunicaciones instantáneas, los viajes hiper veloces, los edificios inteligentes y los mercados virtuales. Existen dos cosas del ser humano que permanecen intactas, desde aquellos tiempos remotos, y son la estupidez y el egoÃsmo, frente a los episodios en los que sólo se subsiste de forma organizada y sistematizada.
Las pandemias de antes tenían su propio estilo. Por caso, un bacilo llamado Yersinia pestis, natural en los roedores y transmitido a los humanos a través de la pulga de rata fue el o la causante de los tres grandes brotes que recuerda la humanidad: la plaga de Justiniano en el siglo VI, la peste negra, medieval y la más reciente, la llamada tercera pandemia, que provocó la muerte de millones de personas en China e India en la segunda mitad del siglo XIX.
El escritor italiano Bocaccio dedicó las primeras páginas de El Decamerón a relatar la plaga que asoló Florencia en 1348 y explicó sin saberlo los tres tipos principales de peste: la bubónica, la neumónica y la septicémica, provocadas por la picadura de la pulga o por la inhalación de gotitas de Flügge. Hasta aquí el relato del recuerdo. Algunas pinturas testifican desde lo artístico el drama de los episodios no registrables de forma sistémica, tal como estamos acostumbrados a hacerlo desde el siglo XX y en estas dos décadas del XXI.
En aquellos días medievales, las consecuencias de la pandemia no se olvidaron así no más. Las consecuencias inmediatas no fueron únicamente sanitarias. La morbilidad, curiosamente mucho más alta en zonas rurales y con menos densidad de población, impuso la despoblación de muchos núcleos rurales, la pérdida de rentas de señores y terratenientes y una inflación disparada de productos básicos, que fue combatida con una subida de salarios. Recordar esto puede ser útil momentos en que el coronavirus despierta la solidaridad entre vecinos, pero en ocasiones también el miedo al otro y el racismo. Cada uno ocupa el rol que la sociedad le supo dar, o visto al revés, cada uno supo ocupar un lugar dentro del enjambre social. Lo que sucede es que la inmoralidad y la nobleza se pueden ver multiplicadas hasta el infinto desde todos los ángulos. Entonces el ser humando se reconoce, una vez, más, imperfecto y limitado. El overflow informativo y la desinformación son dos extremos de un mismo círculo vicioso. La sobreexposición y el aislamiento son igual de perjudiciales. Así, sin límites ni barandas en las que sostenernos, los precipicios se ven más amenazantes, aunque aún no hemos caído y puede que logremos no hacerlo.
Analizado en clave de derechos humanos, no vemos grandes aportes a la humanidad, desde los gobiernos poderosos, para favorecer la vida por encima de cualquier contingencia. Desde el punto de vista económico, el orden dominante impuesto por las superpotencias está en tensión con la sociedad global y el pronóstico es reservado. Estados Unidos y Brasil, nuestro gigante más cercano, cuentan los infectados de a miles y los muertos por centenares, todos los días. Y el tiempo no para, así como que en la época medieval algun día, y por causas que no se conocen muy bien tampoco, la peste dejó de asolar. Entonces un nuevo orden había asomado.